Introducción
Repensar la
Conquista de México, sí, pero ¿cómo hacerlo?
Hace ya muchos años, casi 35 años, mi maestro
Ruggiero Romano, empezando un libro sobre Los conquistadores, se preguntaba si su empresa era justificada, si
había algo nuevo que decir, si valía la pena visualizar una vez más una
película cuyos actores eran harto conocidos[1], un evento sobre el cual todo parecía haberse dicho ya.
Es evidente que esas preguntas eran un tanto retóricas, y que para él, ese
librito escrito al margen de una gran obra dedicada a la historia económica de
América, tenía mucho sentido. No queremos entrar en el análisis de esa obra,
sino recuperar aquí ese sentimiento de déjà
vu, expresado por Romano, como si el relato de la Conquista de México después
de haber sido formulado, salmodiado durante siglos, hubiera agotado todas sus
posibilidades analíticas y de producción de sentido.
Porque al primer nivel, en ese nivel de “la letra”, que
era el sentido histórico, según los exegetas medievales, en ese “repensar la conquista” no
podemos esperar proponer otro desenlace para ese evento, si
consideramos “la conquista” solo como las irrupciones militares y las primeras
batallas y destrucción de la imposición occidental El resultado dramático para los pueblos
americanos es suficientemente conocido por todos, pero a condición de no dejar
ganar por el pathos y la indignación
moral actual, es evidente que el re-examen de
los relatos de esos inaugurales
encuentros guerreros nos mostraría que queda
mucho por hacer para entender la lógica del triunfo de esas entradas
conquistadoras. Por ejemplo, considerar a Cortés como a uno de estos “genios que dominan la historia”, (o uno de
esos seres perversos que llenan la historia de sus crímenes, es lo mismo)
permitió ahorrarse la explicación más o menos verosímil de cómo funcionaba el
espacio americano en el cual se desarrollo su empresa, pero permite a la
inversa poder construir el discurso de la impotencia americana. Así, hurgar
tras lo más visible de esos encuentros -lo más trillado- me parece una tarea digna de interés, ya que
con ella podríamos esperar entender mejor lo que sucedió globalmente en esos
momentos y no sólo en el campo militar español.
Por otra parte, el impacto y naturaleza de ese
“encuentro” ofrece pistas para entender cómo esa conquista, entendida como uno
de los eventos constitutivos de la destrucción de la antigua “América”, perduró
durante varios siglos y perdura probablemente hasta la fecha en algún rincón
olvidado de las muchas Américas.
Pero es evidente que más allá de reconstruir con un
mínimo de coherencia esas cabalgatas guerreras y sus efectos sobre las
sociedades americanas, es también tarea de este seminario pensar el efecto que el relato ineludible de este evento tuvo
en su re-actualización secular en la conciencia de si de los mexicanos y
latinoamericanos. La dificultad en los años del “Quinto Centenario” de pensar la Conquista en el cine
como lo muestra Alexandra Jablonska en su trabajo, es un ejemplo de los resultados
en el imaginario de ese “efecto Conquista”.
A quien pertenece el sello “conquista”
Ahora debemos preguntarnos mínimamente si no hay alguna
trampa escondida en nuestra ingenuidad misma, de creer que se puede impunemente
“repensar la Conquista ”.
La pregunta sería ¿de quién es el discurso de la Conquista ? Creo que podríamos responder con el lema de
los agraristas de principios del siglo XX, “la Conquista es de quien la
trabaja”.
Una simple visita a una buena librería nos muestra
rápidamente que la conquista es de todos, y que se ofrecen a la venta sobre el
tema en México, libros de autores franceses, ingleses, norteamericanos,
polacos, húngaros, sin olvidar los autores no traducidos al español, pero que
pueden llegar a penetrar la cultura histórica nacional por caminos más oscuros.
América es una pieza fundamental del imaginario histórico mundial desde hace varios
siglos, con toda la ambigüedad que pueda tener como feed back para los
imaginarios mexicano y latinoamericano, y por lo tanto, “La Conquista ” llama la
atención de muchos intelectuales extranjeros, como me ocurrió a mí hace más de
40 años. Hasta aquí nada de extraño, y finalmente, como no podemos impedirlo,
debemos tomarlo en cuenta, porque también es ese mismo imaginario -en alguna parte común- el que construye el
sentimiento de solidaridad entre los pueblos, que atrae turistas, o entusiasma
a los neo zapatistas franceses o italianos.
Así debemos confesar nuestra esperanza de que en prioridad, nuestros esfuerzos intenten organizarse desde México y
para México, o más generalmente para América y desde América. Esto parece muy
fácil, mera perogrullada, pero no lo es si empezamos a considerar que la
mayoría de los relatos que han sido producidos sobre la Conquista durante siglos,
así como en la actualidad, han sido
escritos desde territorios simbólicos exteriores a América, y con eso no
queremos añadirnos al coro de lamentaciones indignadas que periódicamente
denuncian la intromisión de los extranjeros en los estudios mexicanos de
antropología o historia. Sólo queremos insistir aquí en el hecho que debemos
repensar la Historia
de México a partir de las necesidades históricas imaginarias que tiene el país
y en eso probablemente deberemos luchar contra, o por lo menos desconfiar de,
la imposición de ciertos esquemas de explicaciones provenientes de una
simbología externa, aunque sea retomados por investigadores nacionales
seducidos por los oropeles parisinos, ingleses o alemanes, o simplemente pecando
de una cierta ingenuidad.
Y hablando de esa escritura externa americana, ya no
queremos hablar aquí solo de los textos coloniales cuya lógica era la de
justificar, cada autor a su manera, un poder extranjero impuesto sobre América
y la creación de una gran empresa evangelizadora y colonial[2].
En este sentido los textos coloniales escritos sobre América en tanto que actos
de comunicación entre hispanos, encontraban sus lectores preferentes en Europa
y pocos, o ningún lector, en América. Y cuando de repente existía ese lector en
América se trataba siempre de alguien perteneciente a uno de los círculos del
poder delegado hispano de esa nueva España o algún erudito proponiendo “nuevas
interpretaciones” para ese mismo público.
Hay
una lógica colonial de los textos de historia de los siglos XVI, XVII y XVIII,
y si esta no aparece hoy con tanta claridad, es porque han sido re-visitadas a
partir del siglo XIX y XX y “re-significadas” para ser fuentes de la Historia Mexicana ”.
Para llenar nuevas necesidades ideológicas de justificación de los diferentes
matices nacionales en pugna y en esa lógica colonial, se han ido buscando “buenos”
discursos y prácticas colonizadoras presentables, como las del conjunto
franciscano, con Tata Vasco y algunos otros, para oponerlos a los responsables
malvados de la destrucción de las indias, cuyo arquetipo sería Nuño de Guzmán,
figura de chivo expiatorio que sería interesante rastrear a lo largo de los
siglos en la historiografía nacional.
El
problema para mi es, que pensado desde la lógica de la gramática civilizatoria
occidental, no hay buenos colonizadores, solo hay métodos más o menos violentos
de destruir, de desertificar o de cohabitar, pero no se debe jamás olvidar que esa cohabitación, por pacifica que se le
quiera hacer parecer, siempre tiene por consecuencia la desaparición física, o
por lo menos la lumpenización cultural y finalmente el etnocidio.
Cómo
en la división académica de la práctica historiana, las preocupaciones teóricas
y metodológicas de los colonialistas son generalmente muy lejanas a las de los
estudiosos del XIX; unos y otros no se han dado, o no quisieron darse cuenta,
de que las diferencias supuestas en el tratamiento general del punto que nos
ocupa aquí - una escritura de la
historia del indio - obedecen a la misma lógica de ocultación. Si en el siglo
XIX, sobre algunos puntos, como es lo del indio, la historiografía nacional
mexicana en construcción parecía quererse construirse en reacción a la lógica textual
colonial, insistiendo en esa radical heteronomía existente entre la lógica del
poder español y el proyecto de la Nación México , podemos ver como rápidamente fue
llevada a recuperar gran parte del sentido de la historia salvífica, intentando
torcerlo en su provecho.
Cuando
pretendemos que la lógica de muchos relatos nacionales de historia corresponda
no a lógicas y necesidades historiográficas realmente americanas y/o mexicanas
sino, a pesar a veces de sus autores mismos, a necesidades imperiales del mundo
occidental, podemos para mostrarlo indicar cómo se construyen aún en una
dinámica de sentido que indica que no hemos salido aún de un modelo de
historiografía teológica, y no serán los intentos fracasados de la
“historiografía marxista” de las últimas décadas del siglo XX los que nos
podrían convencer de lo contrario.
En
el siglo XX generalmente la dimensión occidentalizante del relato América,
llamada en general eurocentrista, inaugurada desde la “invención” de las indias
por Cólon (y probablemente antes, considerando la enorme carga simbólica
acumulada en el imaginario occidental sobre “Las Indias”) siguió omnipresente. Pero en ese siglo XX, darse
cuenta de ese fenómeno se había vuelto mucho más difícil, porque ya no se
trataba de afirmar en la escritura de
América el “destino manifiesto del elegido pueblo español” como en los siglos
coloniales, ni el triunfo del credo de la modernidad capitalista e industrial
visible a través del ambiguo lente de la
democracia política representativa, como en el siglo XIX[3].
La
unificación simbólica del mundo del
siglo XX, producto de la globalización económica, particularmente a partir de
los años setentas de ese siglo, volvió opaco el lugar desde donde se escribía
América. Realizando, o imaginándose que realizaba, el ideal cosmopolita del
intelectual ilustrado, el intelectual latinoamericano o mexicano podía vivir
plenamente, cual diletante, la ilusión de ser totalmente francés en París, a la
vez que inglés en Londres, como irlandés en Dublín, y disfrutar de Nueva York
sin sentirse manchado por los crímenes yanquis.
Durante
ese siglo, participando, pero a su manera - machacadora y sistemática - de ese
confortable cosmopolitismo ilustrado, los europeos pretendieron volverse una vez más los amos de la escritura
de América, estructurando un nuevo saber “americanista”, reinterpretando,
refuncionalizando a veces, los tropos que les parecían más obsoletos de las
anteriores escrituras de América.
Américas
imaginarias
Si bien para los universitarios de la segunda
mitad del XX, escribir Américas, era colmar en cierta forma necesidades
internas de exotismo y/o una simple afirmación narcisista de la nueva forma del logos
occidental, era también un medio relativamente fácil y poco cuestionado de
construir una carrera en las instituciones universitarias del primer mundo. En
la medida en que para muchos occidentales la constitución de ese saber México,
pertenecía no a un espacio idéntico al espacio europeo sino a un lugar de
confines; y el rigor historiográfico que presidía a la escritura de la historia
europea, muchas veces no se trasportó idéntico, ni se transporta en la
actualidad, en las tareas de escritura
de la historia americana.
Como
América pertenece desde hace siglos al universo imaginario europeo, se diluye
el rigor historiográfico, y muchas explicaciones historiográficamente atrasadas,
que con horror se verían aplicadas a hombres y sociedades europeas, pueden ser
propuestas sin ningún problema para la historia americana.
En
México en general no se ha prestado mucha atención a ese problema de reconocer
los lugares de esa geografía simbólica desde donde son construidos y toman su
legitimación los saberes académicos, aunque no faltan los marcadores
lingüísticos que nos señalan pistas para esa investigación tan necesaria, si
queremos realmente hablar desde México y para México.
Por ejemplo, la omnipresencia del concepto de
humanismo como el epíteto de humanista y todas sus declinaciones posibles, tan
frecuentemente acolado a todo tipo de personajes históricos de los siglos
coloniales y subsiguientes sin, o casi sin ninguna reflexión real, es una
muestra de que en algún lugar de este
discurso se intenta obviar la distancia entre el lugar desde donde se habla y el
lugar de quien se pretende hablar: una de las características fundamentales de
la producción histórica. Se pretende hablar de personajes americanos cuando sólo
se refrendan modelos de vidas ejemplares típicamente occidentales. El ejemplo
de los innumerables retratos del rey Nezahualcóyotl, entre muchos otros
posibles, son muestras de ese tipo de discurso donde se pretende decir a la
antigua América sólo logrando refrendar las fantasías anacrónicas del Logos
occidental.
La
escritura de la Conquista
de México ya no pertenece realmente a su “mundo natural”, tanto el mundo de la
historiografía mexicana -“herederos” de los conquistados- o de la historiografía
hispana -herederos de los conquistadores-. Sería suficiente con ir a una
librería del DF como la Gandhi ,
ese gran baratillo de la cultura nacional, para darse cuenta de la
omnipresencia actual de textos producidos en Europa y desde Europa. El hecho que la Conquista de México haya
sido cooptada por la historia mundial e incluida entre las grandes hazañas
conquistadoras del mundo, no se traduce sólo por esa impresionante producción
que evidentemente influencia por sus interpretaciones la producción nacional,
sino que tiene unos efectos más perversos.
Sería
interesante en el futuro analizar el ambiguo papel de las instituciones académicas, así como de ciertos aparatos culturales del
primer mundo -universidades, periódicos, editoriales, etc.- en la perennidad de
ciertos mitos de la historiografía mexicana. Por la cantidad de premios,
decoraciones y felicitaciones diversas que estos otorgan a algunos santones y
menos viejos de la historiografía nacionalista mexicana, ese aval internacional
favorece el monopolio que estos caciques académicos y sus seguidores ejercen en
el control de la enseñanza y la investigación, al impedir la difusión de nuevas
propuestas historiográficas.
Es
evidente por otra parte que en este mundo globalizado existen redes y complicidades
internacionales que tienden a afianzar ese poder y a mantener una cierta doxa
sobre ese periodo, y si queremos desbloquear la investigación sobre el periodo
de la conquista, o sobre otros periodos, tendremos que proponernos una serie de
investigaciones de estudios culturales sobre las redes de legitimación mutuas
que estructuran la producción de ese saber.
Esperando
un nuevo país...
Creemos que hay varias razones de base que nos
obligan hoy a intentar construir un nuevo relato sobre la conquista. La
situación política y cultural en México ha evolucionado en la última década de
manera importante, el discurso nacionalista que hacía del mestizo la figura
fundamental, el sostén y futuro de la nación, ha tenido que dar paso a la
reivindicación de un México pluri o multicultural, impuesto por las luchas
“comunitaristas” de los diferentes grupos étnicos que existen en el país y
cuyas reivindicaciones al reconocimiento político y cultural hoy parecen
firmemente afirmadas. No es inútil aquí, creo, recordar que muchas de estas
luchas son muy anteriores a la emergencia a la luz pública del neozapatismo
chiapaneco, luchas que, en cierto sentido, este movimiento hipermediatizado, ha
probablemente opacado, si no profundamente trastocado.[4]
No
viene al caso enumerar aquí todas las esperanzas de las cuales un nuevo México
es portador ni tampoco de los frenos a los cuales estas esperanzas tendrán que
enfrentarse. Pero en el orden historiográfico está hoy muy claro que el
historiador o el científico social que intente pensar América, y más aún, un
evento cargado de violencia simbólica
como la Conquista ,
no debe olvidar que toda palabra vertida en ese proceso puede a la larga
producir sangre, lágrimas y violencia. Y si sucumbimos a esa tentación de
asumir el papel del profeta, que es siempre muy tentadora para el historiador o
el científico social, podemos decir que nos parece que la herida fundamental
abierta por la conquista hace 5 siglos, no esta aún sanada y que ese absceso
purulento, desde hace siglos, impide que se gesten identidades populares
liberadoras en ciertos países de nuestra América Latina. Parece hoy urgente
sanear esas heridas antes que un Osama Bin López boliviano, ecuatoriano,
peruano, guatemalteco, o mexicano venga a despertar las mediocridades ambiguas
y sinsabores de las identidades nacionales u otras, que intentan tapar desde
hace 5 siglos un racismo profundo y tenaz, generador de un resentimiento
popular que probablemente en ciertos países o regiones solo espera una chispa
para explotar.[5]
El
relato de la Conquista, entre historia y
antropología
Por
otra parte la principal dificultad y ambigüedad de un proyecto de repensar hoy la
conquista de y desde México, podría provenir de que en este país no hubo, sino
hasta fechas muy recientes, intentos de construir un pensar historiográfico
radical y menos aún sobre ese periodo fundamental de la conquista.[6] La adopción de la
identidad mestiza como fundamento nacional, es el espejismo que permitió
probablemente durante un siglo (1860-1960) “olvidarse” de pensar las antiguas
culturas americanas en sus densidades historiográficas propias. Estas sólo
fueron tratadas en la dimensión estructurante e uniformizante de la
antropología, lo que permitía evacuar en cierto sentido lo que había sido para
ellos el evento Conquista. Desde el intento abortado de Carlos María de
Bustamante en las primeras décadas del siglo XIX, jamás se volverá a
intentar pensar realmente “una historia
de los indios”, o pensar el periodo precolombino como auténtico prolegómeno a
la historia nacional, porque el indio vuelto “Problema Nacional”, debía a toda
costa ser redimido y solo podía tener un devenir “histórico” en su asunción o
su desaparición en la fusión mestiza nacional, o más tarde, en el proletariado
agrícola anónimo de un anhelado México socialista.
La solución al “problema indígena” o “indio”,
como restos fósiles de situaciones históricas anacrónicas, plantas parásitas y
venenosas de la “evolución natural del pueblo mexicano”, se volvió así un mero
problema técnico-administrativo que los especialistas de la antropología mexicana, nacionales o
extranjeros se encargarían de resolver.
Esa
división del saber propuesto por la élite cultural mexicana en la segunda mitad
del siglo XIX, sigue aún vigente en la historiografía nacional, a saber, que
todo lo que toca al indio es tratado desde la antropología y todo lo que toca de
la sociedad mestiza al México moderno, es generalmente analizado según
criterios historiográficos. Estos criterios pueden ser múltiples, pero es
suficiente hacer el recuento de las escasas páginas en las cuales aparece la
figura del indio en los relatos de historia contenidos en la actualidad en los
libros de primaria, para darse cuenta que sólo es realmente objeto de historia
un sector social que fue durante siglos muy minoritario. Y sólo las ambiguas
prácticas nacidas de la seducción antropológica impiden a los historiadores ver
a los monstruosos productos de esas relaciones perversas. El indio sigue en
México estando preso de la
Antropología y eso no molesta aparentemente a nadie. Que esta
confusión de registros analíticos se haya generalizado en Europa desde hace
unos 20 años, es una cosa, pero en esos países esa confusión no lleva a muchas
consecuencias sociales dramáticas, en la medida en que se aplica a objetos y
sujetos de un pasado en general remoto, a la época medieval o a creencias
populares generalmente campesinas de siglos anteriores a la modernidad, y los
campesinos europeos sobrevivientes manifiestan más hoy por el deterioro de su
nivel de vida y su desaparición programada,
que por la imagen pésima que se sigue dando aún de ellos en los libros de historia. Pero
en México la antropologización del indio ha tenido un efecto profundamente
negativo, no sólo sobre la historiografía nacional, sino sobre la suerte misma
de los sujetos antropologizados. Esa antropologización tuvo como consecuencia
la transformación de unos indios físicos en indios folclorizados, despojados de
sus auténticos signos de identidad colectiva, que son la marca de una posible
historicidad propia. Y hemos llegado así a esa total confusión y manipulación
oportunista de estos miles de indios de papel, que vuelve gigantesca e
improbable la tarea de una arqueología discursiva, único medio capaz de
preparar el terreno para construir una historia indígena.
El
saber compartido sobre la conquista
Por
otra parte, si queremos pensar de nuevo
la conquista, ese intento nos obliga
a esbozar ahora, mínimamente, la Vulgata nacional o el
saber compartido construido sobre ese momento fundador.
En
México, el control político ejercido por
un mismo partido en el poder durante más de 70 años, su liturgia nacionalista,
su control casi absoluto sobre los sindicatos de maestros encargados de la
enseñanza primaria y secundaria, así como la existencia de libros gratuitos
para esa enseñanza, ha logrado moldear un conjunto historiográfico
relativamente homogéneo. En esa Vulgata estrictamente vigilada, los relatos de los “grandes episodios de la
vida nacional”, infinitamente repetidos, han logrado moldear un imaginario
nacional compartido por la mayoría de los ciudadanos, lo que no impide que
puedan existir ligeras variantes en ese relato.
Pero en cuanto a la Conquista , vista desde
la academia, el mundo profesional de los historiadores, podemos considerar que
coexisten dos grandes conjuntos discursivos que estructuraron, aunque sea de
manera a veces contradictoria, el saber
compartido actual en México sobre la conquista. Los dos se elaboraron entre los
años 1960 y 1980: uno fue producido por la escuela de historia de El Colegio de
México, y el otro en la UNAM ,
en el grupo estructurado alrededor de M. León-Portilla, “heredero” de los
trabajos de Mons. Ángel María Garibay, y
si creemos a Guillermo Zermeño, también por muchos aspectos de Manuel Gamio, aunque
se puede considerar que el sobrino, MLP, logra voltear y vaciar gran parte del contenido de lo que había
adelantado el tío.[7]
Como lo veremos, lo interesante es que en ningún momento esas dos “escuelas”
intentaron llevar a cabo un científico
enfrentamiento historiográfico, sino al contrario, se asistió, como vamos a verlo,
al reconocimiento tácito de un pacto de no agresión y a una respetuosa
repartición del pastel historiográfico y de sus prebendas. Y es evidente que la
figura identitaria de la mexicanidad construida después de la Revolución por los
aparatos culturales estatales, con la figura única del mestizo, permitió ese
pacto de no agresión y así no prosperaron las protestas de O’Gorman ni las
polémicas abiertas en los años 50 entre “indigenistas e hispanistas.”[8]
La doxa vista desde el Colmex
La
aparición de una Historia de México en 4 volúmenes, elaborada y publicada bajo
los auspicios de El Colegio de México, en 1976, se situaba en la perspectiva de
constituir una nueva Vulgata historiográfica como lo había sido en su tiempo México a Través de los Siglos, o México y su Evolución Social, y desde
ese punto de vista, fue un auténtico éxito.
Ese éxito y ese dominio fueron tales, que explica probablemente que no
se hayan desarrollado estudios analíticos que posteriormente nos explicarían la
génesis, las dificultades de la empresa, las esperanzas de sus autores, así
como las del arquitecto del proyecto, don Daniel Cosío Villegas.
Es probable también que desde esa fecha el
triunfo de esa Historia General fuera facilitado por las dificultades en las
cuales se encontraba enfrascada una buena parte de la inteligentzia mexicana fascinada por el materialismo histórico e
incapaz de encontrar derroteros “comprometidos” para pensar alguna renovación
historiográfica. El éxito fue tal que con el tiempo ese relato se volvió el discurso de referencia de la historia
nacional, tanto al interior como al exterior del país.
El
disfraz antropológico
Pero
al mismo tiempo, en la
Universidad Nacional Autónoma, el gran cantante de un ambiguo
indigenismo mexicano, M. León-Portilla,
calzando las botas de su maestro A.M. Garibay, seguía su irresistible ascensión
hacia el pináculo nacional e internacional, su
“Visión de los Vencidos” entraba en su séptima edición y ya se habían
multiplicado las traducciones a las principales lenguas “cultas” del
planeta. Paralelamente a su recepción
editorial en las principales universidades europeas y norteamericanas, se
fueron creando tempranamente grupos de aficionados que generaron auténticas
metástasis que servirían a su vez de apoyo y legitimación “científica” a ese
discurso seudo histórico que a todas luces carecía totalmente de él, por lo
menos según los cánones que la producción historiográfica consideraba como
“científicos” en esa época. En cierta medida, se podría formular la hipótesis,
que se necesitaría examinar con sumo cuidado, de que fue en parte la muy buena
recepción extranjera de ese conjunto seudo histórico, lo que le dio la fuerza
que adquiriría en México. Tal vez no sería la primera vez que un texto mediocre
pero fundamentalmente ventrílocuo producido en un país periférico, después de
haber sido recibido y publicitado por los países del centro, fuese impuesto por
el simple peso de la dominación cultural del
imperio.
Es
evidente que un estudio exhaustivo de las otras obras y de la carrera de MLP,
su infinidad de premios y decoraciones, sus funciones políticas nacionales y de
representación internacional, mezclado con la multiplicación de sus ediciones,
etc., reservaría probablemente muchas sorpresas, y pensado en estos términos,
ayudaría a complementar el estudio del éxito intelectual de sus propuestas más
estrictamente “historiográficas” de la conquista[9].
Pero
si regresamos al nivel estrictamente historiográfico, que es el que nos
interesa aquí: ¿qué hay en común entre esa ausencia total de reflexión
historiográfica sobre las condiciones intelectuales de “producción”[10]
de los textos de esa Visión de los
Vencidos, con los trabajos contemporáneos de los Annales o los trabajos de las escuelas historiográficas alemanas,
italianas, sin olvidar los trabajos muy conocidos en México de un E. P. Thomson
o de los historiadores marxistas ingleses que dominaban el escenario
historiográfico en Europa antes de llegar
a México?
Saber
porqué ese discurso fue adoptado sin casi ninguna crítica, y después se
difundió por el mundo entero y/o por qué
y cómo las voces disidentes fueron calladas o minimizadas, sería de por sí el
tema de una interesantísima y apasionante investigación de historia cultural mexicana y a lo mejor algunos de
ustedes podrían encontrar aquí una rica veta para sus tesis universitarias. No
crean que cuando digo que hubo presiones institucionales y de todo tipo, estoy
exagerando, las luchas de papeles, en tanto que representan intereses de grupos
intelectuales, con causas o sin ellas, o sean sólo movidos por el interés
propio inmediato o gremial, esconden una violencia de tipo policíaca bastante
fuerte. Evidentemente en México en un mundo intelectual dominado por lo políticamente
correcto, pero bajo la omnipresencia vigilante de los caciques culturales,
estas luchas tras los escritorios supuestamente no existen, y por lo tanto, no pueden ser estudiadas y
menos ser objeto de tesis.
El
hecho es que la Visión de los Vencidos
se volvió el texto dominante y fundador de una larga tradición “cultural”
nacional e internacional y que los historiadores “científicos” de la época no
quisieron rebatirlo, o no supieron
rebatirlo los que lo intentaron, porque también intentaron dar la batalla en
forma dispersa. Pero lo más probable también es que ese texto cumplía un papel
tan fundamental, tapaba un hoyo tan grande para la identidad nacional, que poco
importaba la completa ausencia de
fundamentos “científicos” o historiográficos. Tampoco los investigadores
marxistas de entonces, tan dados a denunciar todo lo que les parecía oler a
“ideología burguesa”, encontraron nada que decir a esa “Visión de los Vencidos”,
que no era otra cosa que una grosera manipulación y falsificación historiográfica.
Así
el relato de la historia nacional y particularmente el relato de la conquista de México, se instituyó y se
desarrolló desde esa época entre esos dos grandes modelos de prácticas
discursivas, entre una historia nacionalista con tendencia liberal y
ligeramente, o de superficie marxizante,
tal como la estableció El Colegio, y una supuesta antropo-historia sentimental
e impresionista, psicologizante, desarrollada por la escuela Leonportillista,
que jamás negó realmente su doble origen clerical y nacionalista.
Hay
que subrayar que estas dos corrientes intelectuales o estas dos maneras de
“hacer historia” de México cohabitan desde hace décadas, y si esta cohabitación
fue relativamente “pacífica”, es porque el Leonportillismo no se desbordó de la
apropiación-reinvención del mundo indígena desde donde emergió, espacio con el
cual los historiadores que se decían “comprometidos” y los otros, se sentían poco en sintonía
entre 1960 y 1990.[11]
Lo
interesante y ambiguo de esa ausencia de enfrentamiento, a excepción de algunas
intervenciones del maestro O’Gorman (y alguno que otro investigador), es que el
Leonportillismo encontró siempre una manera hábil de evitar un enfrentamiento
con la historiografía científica.
M.L.P.
siempre consideró que su trabajo y el de su escuela, tal como lo había en su
tiempo ya pretendido su tío, Manuel Gamio, se situaba en la línea directa que,
según él, habían abierto los evangelizadores “humanistas”, defensores del Indio
(sic), y particularmente se cobijaba bajo el hábito de fray Bernardino de
Sahagún, al cual construyó la estatua de bronce, periódicamente repintada con
grandes gastos y esfuerzos, de “primer antropólogo.”[12] Colocarse en la
antropología y disfrazarse de humanista era un buen método para escapar a los
apretados criterios de historicidad que empezaban a imponerse en el gremio historicus para
definir a la práctica historiana en esos años. Pero regresemos al intento de escritura de la conquista en la
tradición historiográfica de El Colegio de México.
La
conquista en la Historia general de México, de El Colegio de México.
Si el relato general elaborado en la década de
los 70 por los investigadores de El Colegio se constituyó en la referencia de
base, la Vulgata
nacional, sobre los 5 siglos de historia
nacional, en lo que respecta al momento de la conquista de la capital azteca,
se ve muy bien como Alejandra Moreno Toscano, una excelente historiadora, y una
de las mejores de su generación, en su ensayo “El siglo de la conquista”,
se rehúsa a esbozar un mínimo relato de
ese encuentro. Sólo en un estilo telegráfico, retoma los puntos más clásicos de
la epopeya Cortesiana. En un poco más de una página, enumera desde la partida
de la expedición, hasta el encuentro con Moctezuma. Así desfilan a toda velocidad
el rescate de Aguilar y el encuentro con La Malinche , con el cual “Cortés se ha hecho de sus
mejores armas” y permite que Cortés se
inicie en el conocimiento de la tierra”. Se trata la fundación de la Villa Rica de la Veracruz como una simple
decisión de “establecer una base”. Cortés recibe los regalos de Moctezuma y la
solicitud de que no se adentren más en sus tierras.
Pero
de repente el relato deja la enumeración de hechos “verídicos” en términos
bernaldianos, y muy racionales, con los cuales siempre se describe a la acción
de los españoles. Cortés, pretendiendo impresionar a los indios mensajeros,
despliega su caballería y hace tronar
cañones, y éstos de regreso con Moctezuma “le dicen que los recién
llegados montan enormes venados que les obedecen como si fueran un solo jinete
y montura, pero, sobre todo le dicen que los nuevos llegados tienen el dominio
del fuego”.
No solamente Cortés no se detiene sino que
percibiendo las rivalidades entre los pueblos indígenas aprende como
aprovecharlas. Llegando sobre el territorio de Tlaxcala “derrota a Xicotencatl”
y establece alianza con éste, y por miedo a una posible emboscada en Cholula,
“se adelanta para dar a los indígenas un
castigo ejemplar” (?).
El
movimiento del relato se acelera como en las viejas películas del cine mudo:
“Cortés
continúa su camino rumbo a México. Es recibido por Moctezuma a las puertas de
la ciudad. Moctezuma le entrega
simbólicamente la ciudad y lo
aloja con toda su gente en sus palacios.
Los colma de regalos. Hace que le muestren los libros de tributos y los mapas de la tierra.” ¡Tan tan!
Pero
nada puede ser tan sencillo.
Cortés
es informado de que viene Pánfilo de Narváez para apresarlo. Este apresa a
Moctezuma, dejando a Alvarado al cuidado de la ciudad y se coloca frente a
Narváez. Cortés lo derrota y el ejercito de Narváez “pasa a engrosar las filas de las tropas de
Cortés”. Éste, informado del “levantamiento de los mexicanos”, regresa sin
tardar a la capital.
Está
claro que Alejandra Moreno, al escoger producir un relato tan escueto, rompe
con una larga tradición historiográfica que produjo, y sigue produciendo,
innumerables relatos sobre esa larga marcha española y las reacciones indígenas
a esa invasión. Pero romper con ese tipo de relato no parece deberse a un interés
historiográfico nuevo sobre ese encuentro, sino a la presencia masiva en el
saber histórico compartido de la cultura nacional de esa época, de ese otro
relato del cual hemos hablado, que se estaba constituyendo en la interpretación dominante y que paralizó
por años cualquier intento de concebir otra interpretación de esos primeros
momentos del “encuentro”. El efecto de esa masiva omnipresencia hace que esa
autora ni siquiera intentara esbozar una mínima polémica historiográfica con la
otra corriente en competencia, aunque hubiera sido desde el estricto punto de
vista de la elaboración y los criterios clásicos definidos por la ciencia
histórica de esa época, que ella domina y utiliza en su ensayo, pero sólo en el relato que
produce, apenas “superada” la toma y destrucción de Tenochtitlan, la
capital Mexica.
Por
eso el relato del encuentro Motecuzoma-Cortés, más bien fundamental en la
versión Leonportillista, en el de ella, tiene que ser ejecutado en
escasas líneas.
Lo
primero que se nota en ese escueto relato de la conquista, es la decisión historiográfica de centrarlo sobre la figura
de Cortés, quien ya desde su desembarco domina con su estatura los espacios
americanos, y la voluntad correspondiente de hacer desaparecer a Motecuhzoma,
el cual solo se mencionará después del encuentro dando regalos o cuando Cortés
intenta apaciguar el levantamiento de los Mexicas utilizando a Motecuhzoma. Pero
desde ese momento el deus ex machina es Cortés, y Motecuhzoma a lo sumo,
una victima inocente, para no decir un pelele.
Cortés es considerado en ese relato como el
conquistador perfecto, el que hace un recorrido casi sin faltas desde su
desembarco, y la antigua América es la tierra virgen y casi pasiva sobre la
cual se escribe a punta de espada un nuevo destino colectivo para españoles e
indígenas.
Por
suerte, los “mexicanos” se levantan y la batalla por México que ella considerará
como “la Conquista ”,
nos permite ver como va a utilizar las fuentes documentales disponibles, y aquí
se puede apreciar como todo relato de la conquista en ese entonces ya no podía
escribirse sin tomar en cuenta ciertos aspectos de la visión Leonportillista,
aunque intenta cuidadosamente evitar todos los elementos lingüísticos que
recordaran la “Visión de los vencidos”. Para ella aparentemente no hay ni
vencedores ni vencidos, solo
testigos.
“Limitados
por el lenguaje, no podemos recuperar el episodio de la conquista. Dejaremos la palabra a quienes lo vieron: La
voz de los españoles la llevará Cortés (Cartas de Relación), la voz de los
defensores de México se recoge entre los informantes de Sahagún y los
redactores de los Anales de Tlatelolco.”
Así
“las fuentes” o por lo menos las que ella considera como las más autorizadas
sobre ese momento, le permiten componer una especie de epopeya guerrera con
refranes alternados, en los cuales
intervienen cada una a su turno “las
voces” españolas e indias. Aquí se muestran claramente los límites del concepto
de objetividad en historia que se
forjaba en esa época, meter en paralelo discursos “indígenas” y discursos
españoles parecía, y sigue pareciendo a muchos, una garantía de objetividad.
La
larga lamentación sobre el asedio español a la ciudad propuesta por Alejandra
Moreno, es dotada de innegables cualidades literarias, y si bien produce un
verdadero efecto dramático, a su vez
introduce muchas dudas historiográficas sobre la utilización de fuentes
provenientes de diferentes horizontes, utilizadas en un mismo nivel de relato.
Esa recreación más literaria que histórica en una quincena de páginas relata la conquista de
México-Tenochtitlan hasta que se acaba la resistencia de los mexicas con la
destrucción de su ciudad.
La autora entra después en una discusión
mínima sobre lo que ocurrió, pero otra vez sin considerar en ningún momento una
reflexión sobre la naturaleza de sus/las “fuentes indígenas”. Algunos de los
juicios críticos emitidos provienen casi sólo del sentido común, así considera
que las vacilaciones de Motecuhzoma en cuanto a lo que había que hacer con los
españoles provienen, no tanto de una incapacidad psicológica del Tlatoani, como
lo pretende la escuela Leonportillista, sino probablemente de las divisiones
existentes entre la nobleza azteca. Incluso más que de divisiones, la autora habla
de “descomposición de un grupo dominante”.
A su manera, Alejandra Moreno retoma el concepto de crisis heredado del
marxismo y que fue omnipresente en esos años, concepto operatorio que se
introducía a como diera lugar para construir supuestas explicaciones que
permitieran “entender” cualquier momento y situación histórica[13].
La
utilización de esa descomposición o de esa “crisis” interna de la estructura
dominante mexica le permitirá escribir que frente al fracaso de una oligarquía
en la defensa de la tierra patria,- recordemos que estamos todavía en un relato
nacionalista y populista -,
“al
romperse la unidad de la nobleza indígena se inicia, por el proceso mismo de la
guerra, una nueva dirección política entre los mexicanos... el pueblo bajo,
refugiado en Tlatelolco durante los
últimos días del asedio termina por hacerse responsable de su propia
defensa...”[14]
Me
parece que con esa frase Alejandra Moreno firma magníficamente el intento
historiográfico crítico de su generación, frente a la crisis política patente
en México, provocada por el deseo de los viejos caciques políticos de
mantenerse en el poder a cualquier costo, incluso con la masacre de su juventud
universitaria. Esa generación nueva de investigadores se auto-afirma como
alternativa al poder y se presenta como un relevo político “popular” frente a
lo que se empezaba a llamar entonces, los dinosaurios de la cultura y la
política nacional.
Una
reflexión historiográfica sobre las fuentes parecería poder esbozarse, cuando
Alejandra Moreno constata con cierto humor que:
“En
los años siguientes a la conquista, el haber auxiliado a los españoles durante
el sitio de México, se convirtió en una frase retórica más o menos utilizada
por los grupos indígenas que pedían algún favor al rey de España. Entre
muchísimos otros, por ejemplo, en una carta fechada de 1563, los caciques de
Xochimilco alegan entre sus méritos
haber ayudado a Cortés: “le dimos
dos mil canoas en la laguna, cargadas de bastimentos, con doce mil hombres de
guerra...como los Tlaxcaltecas estaban ya cansados...el verdadero favor,
después de Dios, lo dio Xochimilco” . [15]
Pero
esta constatación y su conocimiento de las fuentes coloniales no desembocarán
sobre una reflexión historiográfica general sobre la naturaleza de los
testimonios recogidos en los documentos y otras “fuentes indígenas” del siglo
XVI, ni sobre sus condiciones de elaboración y la construcción de sus criterios
de verdad.
Al contrario, parece admitir como histórico el
episodio, muy dudoso, del príncipe
Ixtlilxóchitl de Tezcoco, quien descontento por su exclusión del poder
en ese reino, habría propuesto a Cortés
una alianza privilegiada contra Tenochtitlan y en un mismo movimiento iluminado
por la predicación de Cortés, habría pedido ardientemente ser bautizado.
Imponiendo también el bautizo a su pequeña corte, e incluso a su madre santa
que, renuente al principio a esa repentina conversión, debe al fin obedecer al
deseo de su hijo que la amenaza, bajo el influjo de su ardiente fe de neófito, nada
más con quemarla en su propio palacio[16].
Lo
que resalta a primera vista en este relato de la Conquista de México,
ejecutado en apenas 25 páginas incluyendo el largo recitativo poético-literario
sobre la destrucción de la capital mexica, es que la autora no se atrevió a
tratar el evento Conquista de México
sobre el mismo modo historiográfico que la parte siguiente de su ensayo
sobre historia colonial. Es probable que la versión de la Conquista propuesta por
la escuela Leonportillista, fuera ya demasiado triunfante tanto en México como
en otros países. Le quedaba sólo hacerlo desaparecer, y por eso pudo proponer solamente
el producto de una práctica
historiográfica ambigua, que corresponde mal a los criterios historiográficos
del relato inaugurado al terminar esos acontecimientos iniciales sobre la construcción de la nueva colonia
española. Por otra parte parece evidente
que tanto la autora como la mayoría de los de su generación, no se sienten muy a
sus anchas en esos prolegómenos “indígenas” al nacimiento de la Nueva España. Si
bien construir historiográficamente un relato de la conquista hubiera llevado a
un enfrentamiento radical automático con la construcción seudo histórica
Leonportillista, tampoco hay que olvidar
que la visión nacionalista oficial dominante desde hacía casi un siglo sólo
exaltaba la figura del mestizo. La figura del indio estaba aún cargada de
tantos rasgos negativos, que su manejo historiográfico, en esa época, era muy
ambiguo, y para colmo, las interpretaciones marxistas que sostenían muchas de
las esperanzas de renovación del país, imaginaban sólo para las comunidades
indígenas del país, como máximo, el futuro radiante de las granjas colectivas
del socialismo autoritario, despojadas de los últimos rasgos que marcaran
alguna identidad indígena.
Pero
también nos parece evidente que una historiadora inteligente, bien informada y
“progresista” como Alejandra Moreno no podía ignorar todas esas presiones sobre
la redacción de su relato; podemos pensar que estaba consciente, hasta cierto
punto, de que esa mitohistoria
Leonportillista sólo sacaba su único criterio de verdad de la afirmación mil
veces repetida y jamás demostrada de que se trataba de “La visión de los
vencidos”, y por ello tuvo que procurar evitar entrar en conflicto con ella,
pero no podía tampoco hacer como si no existiera; de ahí la ambigüedad que nace
de su relato al rozarla sin comprometerse con ella.
Pero
la ambigüedad fundamental presentada por el relato de Miguel León-Portilla –La
visión de los vencidos- no podía ser evacuada del todo, porque ¿quién podría
negarse en esos años a, por fin, escuchar
la palabra de los vencidos? y ¿cuál
corazón, liberal o progresista, podría rechazar ese testimonio y no ser
conmovido, si en esos años se
repetía a saciedad el refrán simplista
de que “la historia la escriben los
vencedores”?
Alejandra Moreno intenta salvarse de esa trampa utilizando algunos de esos “testimonios
indígenas”, pero poniéndolos en paralelo con Las Cartas de Relaciones en un recitativo poético que se asimila
más a un relato mítico de fundación, a
una “protohistoria”, que a un verdadero
relato de historia de la Conquista
de México.
Es por eso que su ensayo sobre el relato de la Conquista es en cierta
medida puesto entre paréntesis, y la historia empieza realmente sólo con la
organización de la nueva colonia. Esta propuesta de tratar así el encuentro
americano iba a tener a la larga funestas consecuencias historiográficas sobre
el estudio de ese periodo, porque dejaba el campo totalmente abierto a la
mitohistoria Leonportillista, y en cierta medida ese compromiso reforzaba la
doxa contraria, por lo que se perdió una vez más la ocasión de rescatar a “los
indios” de su limbo antropológico, y tampoco se pudo inaugurar a partir de esa Historia General del Colegio de México,
una reflexión historiográfica que hubiera abierto una pequeña puerta a una “Historia
de los pueblos indígenas de México”.
En la nueva edición de esa Vulgata que ofrece para el nuevo milenio el COLMEX a la nación, con su “Historia General de México, versión 2000” [17], constatamos que el episodio fundador de la Conquista ha
desaparecido aún más, y está prácticamente silenciado. El capítulo de Alejandra
Moreno Toscano, intitulado, recordémoslo, “El siglo de la Conquista ” y que empezaba
con el subtítulo “La Conquista
de México-Tenochtitlan”, ha sido suprimido, suponemos que con el acuerdo de su
autora, y si tal es el caso, creemos que hay que felicitarla de esa valiente
decisión. Son escasos los autores capaces de tal aggiornamento, la mayoría prefieren ver reimpresas sus obras aún
cuando estén conscientes de que muchas
partes de ellas se han vuelto obsoletas e incluso dañinas para el desarrollo
historiográfico.[18] Si bien creemos
que esa decisión fue muy sabia, no es porque ese artículo fuese particularmente
malo, al contrario, fue en su tiempo, como lo dijimos, un intento valiente de
dar cuenta de ese momento fundador, pero esa ausencia del hecho “Conquista de
México”, en la nueva versión 2000, reaparece como lo que ha sido siempre dicho
evento, un hoyo negro que aspira toda la energía y la imaginación
historiográfica nacionales.
Es Bernardo García
Martínez quien después de haber inaugurado el volumen con su capítulo sobre
“Regiones y paisajes de la geografía mexicana”[19] se da a la tarea
de explicitar para nosotros “La
Creación de la Nueva España ” en donde encontraremos tratado escuetamente el momento Conquista.
Pero es interesante anotar de entrada que la palabra conquista prácticamente
desapareció. Así el lector ingenuo, a quién está dedicada en principio esta
obra general, buscaría inútilmente en la
tabla de materias de esa Historia General una referencia a la “Conquista de
México” o de Tenochtitlán a la altura de su importancia en la conciencia
histórica nacional e internacional. Encontrará solo un sub-capítulo intitulado
“La irrupción de los conquistadores”, dividido
en dos partes intituladas “Alianzas y guerras” y “La gran conquista”. Esa última contiene, en
un poco más de una página, una reflexión sobre la empresa cortesiana, y de como
éste, desde Zempoala, se fija como meta
la llegada a la capital azteca. La forma misma adoptada para ese relato
mínimo del evento Conquista nos interpela porque podemos preguntarnos por qué
en ese tipo de obra un autor finalmente propone sólo un resumen escueto de ese
momento clave de la historia nacional. Podríamos hacer la hipótesis que se
trata para él de ahorrar papel y la voluntad de no añadir más paginas a un libro ya en sí mismo voluminoso o que lo
guía el cuidado del lector no queriendo aburrirlo ni imponerle esfuerzos
inútiles, porque supone en los dos casos de figura o retóricamente hace como si
pensara, que este acontecer por su trascendencia tanto nacional como mundial,
es bien conocido por todos.
Pero no creemos que sea esa la razón principal, creemos
que es probable que hoy el episodio de la conquista de México se haya vuelto
indecible. Como especialista de geografía histórica, el autor sólo
construye el movimiento de la
Conquista como momento previo a la construcción de un espacio
colonial, y por eso no necesita repetir ni construir una nueva interpretación.
Así sus reflexiones mínimas sobre ese evento de “la gran conquista” incluyen en esta la conquista de Michoacán,
(porque probablemente este autor se encuentra ligado sentimentalmente a esa
región), como parte del mismo movimiento que se inaugura con la llegada de los
españoles a las costas del Golfo de México, se afianza con las alianzas
indígenas y se afirma con la conquista de la capital mexica.
Antes de ir más
adelante debo reconocer que no puedo presentarme, sin autoengañarme profundamente e intentar engañarlos a ustedes,
como la figura anónima de ese lector más o menos ingenuo, es decir, un lector
que busca saber lo que realmente ocurrió en la Conquista en un libro
autorizado. El éxito masivo de esa obra, su presentación en un solo volumen, la
asemeja a una Biblia, a esa Vulgata de la cual ya he hablado y en la cual el
público culto en general, los estudiantes, los curiosos de la historia, buscan
entender el pasado nacional. Nosotros debemos y podemos preguntarnos por las
causas historiográficas de esa desaparición. Es evidente y en una primera
aproximación, que no se trata de un olvido, una amnesia momentánea y pertinaz
como la que durante años afectó a los historiadores mexicanos cuando “olvidaron” escribir por ejemplo “una
historia de las comunidades indígenas.”[20]
Aquí no puede
tratarse de un “olvido” del tipo: “chin,
se nos olvidó la Conquista ”
porque en la versión anterior sí existía un capítulo intitulado, “El siglo de la Conquista ” y su
“reemplazo” por uno llamado “La creación de la Nueva España ”, marca
la voluntad de los editores de esa obra, una voluntad historiográfica, si no de borrar el evento Conquista,
por lo menos de diluirlo ocultando gran parte del contenido simbólico atado a
ese momento considerado, a pesar de todo, como uno de los grandes momentos de
una épica universal.
Ahora intentaremos
ver rápidamente como se construye esa ocultación.
Como ya lo dijimos, la desaparición del ensayo de
Alejandra, representa el fin de esa especie de compromiso ambiguo no confesado,
con la discursiva generada por la escuela Leonportillista y su antropologismo
metafísico. En ese sentido, nos parece que representa un inmenso progreso, que
en una historia que se quiere “científica” (con toda la ambigüedad de ese término)
y publicada en uno de los centros universitarios más prestigiosos del país,
hayan desaparecido casi todas -digo casi porque puede habérseme escapado alguna-
las referencias a presagios y profecías, base de ese discurso histórico psicológico
y perfectamente anacrónico desde el punto de vista del desarrollo de la
historiografía actual.
Anacrónico en el sentido historiográfico, es decir, que su sistema de argumentación, o
si se quiere, su nivel de historicidad,
ya no tiene nada que ver con las exigencias de la practica historiana
actual. Dejando claro que por desgracia, y aunque sea total y desesperadamente
anacrónico, ese discurso, a pesar de todo, sigue siendo fundamental para el
saber mundial y regresa periódicamente, aunque disfrazado con el oropel de la
última moda intelectual producida por
sus metástasis norteamericanas o europeas, incluyendo en el futuro probables
versiones asiáticas. Por otra parte, considero que la revisión historiográfica
de la Conquista se ha vuelto urgente porque ya se están
produciendo nuevas generaciones de trabajos que aspiran a disfrazar los
aspectos más evidentes de las inconsistencias historiográficas de esa escuela,
pero también, y probablemente, antes que todo, porque en el saber impartido
nacional mexicano la Vulgata Leonportillista
sigue organizando las representaciones del pasado lejano de ese país, así como
las construidas sobre la indigenidad mexicana actual.
Pero olvidémonos un instante de lo que algunos de ustedes
saben que son mis obsesiones historiográficas, y regresamos al ensayo de
Bernardo García Martínez.
Es evidente que
dar cuenta de la empresa cortesiana, explicar el funcionamiento de las huestes
españolas de la época, su sistema de auto legitimación, así como explicar el
mundo indígena donde se ejercerá dicha acción, en menos de 3 páginas, obliga a
peligrosísimos ejercicios de síntesis. ¿Cómo sintetizar sin caricaturizar, cómo
resumir sin falsear la complejidad de las condiciones históricas en las cuales
se desarrolló esa empresa invasora?
Así que no podemos reprochar a esas páginas algo que
desde nuestro punto de vista sería lo que se olvidó, lo que nos hubiera gustado
leer allí a través de la muy especial visión de nuestro ojo crítico. Uno de los
problemas estilísticos importantes de la comunicación, cuando se intenta
sintetizar, es que la legibilidad del texto producido tiene que ser máxima, y
aquí se debe reconocer que el estilo del autor no es nada fluido, sino más bien
fracturado como si entre cada frase se hubieran borrado, para resumir aún más,
otras frases o segmentos de frases que complementaban lo dicho anteriormente.
Así, esas escuetas páginas se presentan
más bien como una serie de enunciaciones que llaman a conocimientos previos del
lector, y reenvían explícitamente a otras partes del mismo capítulo. Pero esta
impresión de un relato caótico finalmente nos parece menos el producto de la
complejidad de dar cuenta de lo ocurrido, que de esa imposibilidad
contemporánea de decir lo que ocurrió.
De cierta manera podríamos decir que el hecho Conquista ha perdido hoy toda esa
transparencia que tenía en historiografías anteriores, o si se quiere, la Conquista se ha vuelto
estrictamente inenarrable, si no queremos recaer en las rancias explicaciones
decimonónicas o las ilusiones Leonportillistas.
El escaso número de investigadores que en la actualidad
estudian ese periodo es otro síntoma de
esa indecibilidad. Y sigue siendo cierto, como lo afirma Federico Navarrete
Linares al inicio de su libro “la
Conquista de México”, editado por el Conaculta:
“Todos los mexicanos sabemos que nuestro país fue
conquistado. La conquista española iniciada en 1519 marcó un cambio tan radical en nuestra
historia, que la dividimos en dos grandes periodos alrededor de ese acontecimiento: el
prehispánico y el colonial”.[21]
Y continúa enumerando todo lo que con ella se introdujo
en el Anahuac, pero también añade:
“Sin embargo, también vemos a la Conquista como motivo de vergüenza: la consideramos una
derrota, un episodio lamentable de nuestra historia, el principio de nuestra
opresión y nuestros sufrimientos. Los mexicanos modernos nos sentimos descendientes
de los derrotados, los indios y no de los vencedores, los españoles. Para
nosotros la Conquista es un espejo oscuro en el que no nos gusta
contemplarnos.”
Creo que Federico Navarrete tiene razón, el embrujo de
ese espejo negro de la Conquista tiene que ser roto. No queremos decir aquí
que “Repensar la conquista” hará desaparecer automáticamente ese sentimiento de
derrota e impotencia que se percibe a veces en muchos ámbitos de la cultura
mexicana, pero si consideramos la importancia de la historia en la conformación
de las identidades nacionales desde hace 2 siglos, estamos convencidos, o por
lo menos lo esperamos, que algo si
tendrá como efecto.
[1] Romano, Ruggiero, Les mecanismes de la
conquête coloniale: les conquistadores, París, Flammarion, 1972, p.180.
[2] Y desde esa finalidad no hay ninguna
diferencia significativa de fondo entre religiosos, funcionarios,
conquistadores y otros tipos de autores que se pueda encontrar. Cierto, hay
diferencia en los intereses, o en los estilos de Evangelizar en el caso de las diferentes ordenes
religiosas, pero todos al fin y al cabo, hasta el “santo y casi irreprochable” Las
Casas, todos, con o sin reservas retóricas,
no pueden negar que escriben para
justificar por lo menos la acción
evangelizadora.
[3] El empleo de la palabra eurocentrismo nos parece notoriamente aquí
insuficiente e incluso engañoso, porque da la impresión de que se trata de un simple error de superficie en la
construcción del discurso sobre América, y que los verdaderos “americanistas”,
los que producen y viven de producir discursos “americanistas” con vigilancia y armados de su sola buena voluntad,
inteligencia y compromiso progresista o humanista, podrían evitar caer en ese
despreciable “eurocentrismo”. Producirían así un americanismo puro, no
contaminado por el eurocentrismo. Es tan
común ese juicio erróneo, que un eurocentrista típico, como Miguel León
Portilla, puede afirmar tangentemente que, conociendo muy bien ese peligro, ya
lo supero; sin explicar bien evidentemente en qué y donde reconoció el
eurocentrismo en sus quehaceres historiográficos, ni menos aún como lo supero.
Es evidente que esa formula mágica para vencer esas presiones discursivas
seculares eurocentristas de tan prestigiado universitario, hubiera sido
importante para la formación intelectual de sus centenas de miles de lectores,
pero lástima, no nos dio la formula. Así creemos que la utilización de una
simple retórica condenatoria de la palabra “eurocentrismo” sólo distrae la
mirada crítica de la práctica historiográfica en acción, o más bien la
nulifica, porque no se trata de ningún defecto de superficie o circunstancial,
sino algo que tiene que ver con el principio mismo de la constitución del
discurso americanista sobre el decir América. Por eso se puede, con refinados
métodos de retórica cosmética, esconder los aspectos más evidentes y excesivos,
lo más feo del eurocentrismo, como sería un racismo burdo, omnipresente. Pero
no se logrará con esos métodos pensar el lugar del núcleo duro del americanismo, que
efectivamente es fundamentalmente “eurocentrado”, es decir, que siempre se
puede considerar como algo perteneciente al modo en como el Logos occidental se
encarga de decir y de producir Américas.
[4] Es evidente
que el éxito mediático mundial del zapatismo chiapaneco ha opacado sobre
el escenario simbólico donde evolucionaban las múltiples figuras simbólicas que
estaban desarrollando diferentes grupos indígenas mexicanos. Esa nueva
instrumentalización del indio opacó un trabajo de reconstitución étnica que estaba en obra desde largos años en
muchas otras regiones de México como de las Américas e incluso es probable que
esa mediatización haya sido para ese trabajo de años no una ayuda sino un freno
por todos los excesos demagógicos que permitió. El empantanamiento actual de la
cuestión social chiapaneca se debe tanto al autoritarismo y la sinrazón del
sistema mexicano como a los caminos ambiguos que fueron abiertos por esa
mediatización. Los sueños guajiros de los pequeños burgueses en mal de
identidad han sido siempre pagados muy caro por sus pueblos respectivos y peor
aún cuando se trata de intelectuales occidentales insatisfechos que exigen a
los indios, desde lejanos cubículos, afirmar más indianidad, para autoconstruir
sus esperanzas narcisistas en lejanos castillos de pureza.
[5] El renacer o la posibilidad de proponer
estudios sobre el racismo, aunque sea con muchas dificultades institucionales,
en un país como México que se ufanaba de no ser racista, es probablemente otro
signo de que el expediente de la Conquista de México
podrá ser en años próximos reabierto.
[6] El pensamiento de Edmundo O’Gorman por su
inteligencia y su contundencia hubiera
podido ser la piedra angular de ese pensar historiográfico radical, pero por
desgracia fue probablemente en parte obliterado por su nacionalismo y su
elitismo. Sus polémicas con Miguel León Portilla y sus aliados extranjeros por
espectaculares que fueran, como su famoso “Esperando a Bodot”, no desembocaron
jamás sobre un auténtico enfrentamiento historiográfico, un enfrentamiento que
por otra parte sus contrarios siempre evitaron con cuidado. Y el abandono por
don Edmundo de su sillón de la Academia Mexicana del Historia, fue solo un gesto
muy aristocrático al estilo del personaje, pero dejaba las puertas totalmente abiertas a los adeptos del
Leonportillismo. En la actualidad la memoria historiográfica del gremio afecta
no acordarse de estos enfrentamientos, tal vez sea por eso que no existe ningún
proyecto de edición de las obras completas de ese investigador que por otra
parte es reconocido como un gran investigador, pero un “gran” que
probablemente, aún muerto, sigue molestando.
[7] Guillermo Zermeño, Entre la Antropología y la Historia : Manuel Gamio y la modernidad
antropológica mexicana (1916-1935) en Modernidades Coloniales , op.cit. pp
79-97.
[8] El propio Miguel León-Portilla se refiere
a esas polémicas, pretendiendo que su Visión de los Vencidos supera un tipo de
polémicas que le aparecen obsoletas.
[9] Ver al respecto, el trabajo del Dr. Marcelino Arias Sandi, en el
volumen III de esta colección.
[10]
Porque se trata realmente de una
auténtica producción. Cierto, el autor
Leon-Portilla pretende evidenciar que los textos estaban allí, que simplemente
los salva del olvido, y rescatándolos abre la vía para que fluya “la Antigua Palabra ”,
pero ningún historiador serio se traga el artífice ni la inocencia retórica del
autor de esa “Visión de los Vencidos”.
[11] Ver a este propósito las ambigüedades de la
historia revolucionaria frente al indígena, como al campesino en general.
[12]La
publicación de estas obras hagiográficas construidas alrededor de la figura de
Fray Bernardino por la escuela Leonportillista siempre ha sido muy intensa,
citaremos sin pretender ser exhaustivos algunas obras recientes, Ascensión
Hernández de León Portilla (Ed), Bernardino de Sahagún,. Diez estudios
acerca de su obra, FCE, Mex D.F., 1990; Miguel León Portilla, Bernardino
de Sahagún, Pionero de la antropología, UNAM-Colegio Nacional, Mex D.F.
1999.; Miguel León Portilla, (Ed), Bernardino de Sahagún, Quinientos años de
presencia” UNAM, Mex. D.F., 2002. En ese tipo de hagiografía se podría
incluir gran parte del contenido de la gruesa obra, Jesús Paniagua P, Ma Isabel
Viforcos M, (Eds) Fray Beranardino y su tiempo, Universidad de León ,
León España, 2000.
[13] Ya a su manera, Pierre Chaunu uno de los
más reconocidos hispanistas franceses, había adoptado una idea parecida al sentido del concepto de
crisis: En su Conquête et exploitation
des nouveaux mondes, PUF 1969, nos
explica que “Cortés toca, sin saberlo con certeza, en un punto débil de un gran
imperio frágil y reciente. Aborda un mundo inquieto representado por la
confederación azteca”. p.147, que “los presagios funestos que reportan
unánimemente las fuentes indianas: han debilitado por adelantado la resistencia
psicológica de ese mundo poderoso y frágil. Cuando las primeras informaciones
llegan a Tenochtitlán estremecen. Su interpretación se revela igualmente
aterrorizante. Cortés es asimilado a Quetzalcóatl (Acatl-Quetzalcóatl). Anuncia
el regreso confusamente esperado del dios vengador tolteca. La asimilación
paralizante es comprobable por los textos náhuatl.” p.147 y por lo tanto, ya
todo está dado: “La confederación azteca, desmoralizada desde la cabeza, deja
penetrar, sin reaccionar, hasta el corazón de la pluralidad federadora de la
laguna volcánica, a Quetzalcóatl y su séquito” p. 149
[15] Subrayado nuestro
[16] Ver en Miguel León-Portilla, La Visión de los Vencidos, UNAM 1971, p.62, El
relato del bautizo de Ixtlilxóchitl y su corte, y de la reacción de Yacotzin,
su madre…
[17] Primera edición 2000, primera reimpresión
diciembre 2000, segunda reimpresión noviembre 2001, tercera reimpresión agosto
2000, cuarta reimpresión diciembre 2002,
etc
[18] Es cierto también que a veces esa permanencia se explica sólo
por el aspecto comercial de la publicación de una obra, en la medida en que los
autores tienen poco control sobre las reediciones de sus obras y que aún los cambios más ligeros son muy mal
vistos por los directores financieros de las editoriales. Se necesita honestidad, después de un serio
ejercicio de autocrítica para el ego de un investigador, para prohibir o para
hacer cesar la reedición de textos obsoletos, más aún si se trata, como en este
caso, de un texto perteneciente a una Vulgata nacional, reconocida además en el
mundo entero. Así el caso de
Alejandra Moreno aceptando retirar su
artículo, abre una reflexión historiográfica interesante porque en esa misma
versión 2000 hay uno o dos capítulos -por lo menos- que escritos por santones
de la historiografía nacional hubieran debido ser retirados o totalmente
reformulados por ser obsoletos.
[19] El capítulo inaugural de Bernardo García en la
antigua versión de esa obra tenía por título “Consideraciones Corográficas.” No
viene al caso analizar comparativamente los contenidos de estas dos versiones,
solo reconocemos con ese autor que “el presente capítulo está inspirado en el que daba inicio a la versión original
de la Historia General
de México aparecida en 1966. Recoge
mucho de lo que en él se dijo, pero incorpora cambios sustanciales y ofrece perspectivas diferentes.”
[20] La dificultad misma de nombrar lo que
podría ser esa historia, que daría cuenta de la compleja dinámica histórica de
las “poblaciones autóctonas del espacio llamado hoy mexicano” nos da una idea del reto que su escritura comporta.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario